Los congregados observaban con curiosidad. El asunto tomaba un aire de misterio. Parecía un conjuro. Cuando Thornton se puso de pie, Buck le cogió la mano enguantada con la boca, se la apretó con los dientes y se la soltó lentamente, como sin ganas. Fue su respuesta, no a las palabras, sino al afecto del amo. Thornton dio unos pasos atrás
-¡Ahora, Buck! -dijo.
Buck tensó las riendas y a continuación las soltó unos centímetros. Era así como había aprendido a hacerlo.
-¡Derecha! -resonó cortante la voz de Thornton en medio del silencio.
Buck se inclinó a la derecha, hizo un rápido y violento movimiento hacia adelante que tensó de nuevo las riendas, y súbitamente detuvo el impulso de sus setenta kilos. La carga se estremeció y, de debajo de los patines, surgió un seco crujido.
-¡A la izquierda! -ordenó Thornton.
Buck repitió la maniobra, esta vez hacia la izquierda. El crujido se convirtió en chasquido, el trineo osciló y los patines se movieron deslizándose unos centímetros hacia un lado. El trineo se había despegado. Los hombres contenían el aliento, inconscientemente.
-Y ahora, ¡arre!
La orden de Thornton sonó como un disparo. Buck se echó hacia adelante tensando las riendas con su poderoso impulso. Todo su cuerpo se con trajo en un tremendo esfuerzo, con los protuberantes nudos de los músculos visibles bajo la piel sedosa. Con todo el pecho rozando el suelo, la cabeza baja y hacia adelante, movía frenéticamente las patas, cuyas pezuñas iban dejando trazos paralelos sobre la nieve apelmazada. El trineo se balanceó, tembló y se deslizó ligeramente. Una pata de Buck resbaló y alguien soltó un gemido. Seguidamente el trineo avanzó como en una rápida sucesión de espasmos, aunque en realidad en ningún momento volvió a parar del todo... diez milímetros... veinte... cuarenta... Los tirones disminuyeron a ojos vista convirtiéndose, a medida que el trineo ganaba velocidad, en un movimiento uniforme.
Los espectadores recobraron el aliento y volvieron a respirar con normalidad sin percatarse de que por un momento habían dejado de hacerlo. Thornton iba corriendo detrás, animando a Buck con palabras de aliento. Se había medido la distancia y, según se aproximaban a la pila de leña que marcaba el fin del recorrido de cien metros, empezó a surgir un creciente murmullo que explotó en un rugido cuando Buck alcanzó la meta y se detuvo a la voz de alto. Todo el mundo, incluido Matthewson, estaba entusiasmado. Volaban por el aire guantes y sombreros. Los presentes se daban la mano, sin importarles con quién, y hablaban a gritos como en una incoherente babel.
Thornton, por su parte, se dejó caer de rodillas junto a Buck. Con las cabezas juntas, el amo mecía la del perro a un lado y a otro. Quienes se acerca ron a ellos le oyeron decir reiteradamente palabrotas a Buck, en un tono que era a la vez ferviente, dulce y amoroso.
-¡Aquí, señor! ¡Escuche! -farfulló el magnate minero de antes-. Le doy mil por él, señor, mil dólares, señor... mil doscientos, señor.
Thornton se puso de pie. Tenía los ojos mojados. Por sus mejillas corrían sin disimulo las lágrimas.
-Señor -le dijo al magnate-, no, señor. Puede irse al demonio, señor. Es lo menos que puedo decirle, señor.
Buck cogió entre los dientes una mano de Thornton que no dejaba de mecerlo. Como animados por un mismo impulso, los espectadores retrocedieron hasta una respetuosa distancia; ninguno quería ser tan indiscreto como para interrumpirlos.
-¡Ahora, Buck! -dijo.
Buck tensó las riendas y a continuación las soltó unos centímetros. Era así como había aprendido a hacerlo.
-¡Derecha! -resonó cortante la voz de Thornton en medio del silencio.
Buck se inclinó a la derecha, hizo un rápido y violento movimiento hacia adelante que tensó de nuevo las riendas, y súbitamente detuvo el impulso de sus setenta kilos. La carga se estremeció y, de debajo de los patines, surgió un seco crujido.
-¡A la izquierda! -ordenó Thornton.
Buck repitió la maniobra, esta vez hacia la izquierda. El crujido se convirtió en chasquido, el trineo osciló y los patines se movieron deslizándose unos centímetros hacia un lado. El trineo se había despegado. Los hombres contenían el aliento, inconscientemente.
-Y ahora, ¡arre!
La orden de Thornton sonó como un disparo. Buck se echó hacia adelante tensando las riendas con su poderoso impulso. Todo su cuerpo se con trajo en un tremendo esfuerzo, con los protuberantes nudos de los músculos visibles bajo la piel sedosa. Con todo el pecho rozando el suelo, la cabeza baja y hacia adelante, movía frenéticamente las patas, cuyas pezuñas iban dejando trazos paralelos sobre la nieve apelmazada. El trineo se balanceó, tembló y se deslizó ligeramente. Una pata de Buck resbaló y alguien soltó un gemido. Seguidamente el trineo avanzó como en una rápida sucesión de espasmos, aunque en realidad en ningún momento volvió a parar del todo... diez milímetros... veinte... cuarenta... Los tirones disminuyeron a ojos vista convirtiéndose, a medida que el trineo ganaba velocidad, en un movimiento uniforme.
Los espectadores recobraron el aliento y volvieron a respirar con normalidad sin percatarse de que por un momento habían dejado de hacerlo. Thornton iba corriendo detrás, animando a Buck con palabras de aliento. Se había medido la distancia y, según se aproximaban a la pila de leña que marcaba el fin del recorrido de cien metros, empezó a surgir un creciente murmullo que explotó en un rugido cuando Buck alcanzó la meta y se detuvo a la voz de alto. Todo el mundo, incluido Matthewson, estaba entusiasmado. Volaban por el aire guantes y sombreros. Los presentes se daban la mano, sin importarles con quién, y hablaban a gritos como en una incoherente babel.
Thornton, por su parte, se dejó caer de rodillas junto a Buck. Con las cabezas juntas, el amo mecía la del perro a un lado y a otro. Quienes se acerca ron a ellos le oyeron decir reiteradamente palabrotas a Buck, en un tono que era a la vez ferviente, dulce y amoroso.
-¡Aquí, señor! ¡Escuche! -farfulló el magnate minero de antes-. Le doy mil por él, señor, mil dólares, señor... mil doscientos, señor.
Thornton se puso de pie. Tenía los ojos mojados. Por sus mejillas corrían sin disimulo las lágrimas.
-Señor -le dijo al magnate-, no, señor. Puede irse al demonio, señor. Es lo menos que puedo decirle, señor.
Buck cogió entre los dientes una mano de Thornton que no dejaba de mecerlo. Como animados por un mismo impulso, los espectadores retrocedieron hasta una respetuosa distancia; ninguno quería ser tan indiscreto como para interrumpirlos.