martes, diciembre 27, 2011

"Un visionario entre charlatanes"

...decía con razón Stanislav Lem de Philip K. Dick (link).

Vaya de este último un cuento atípico pero genial (link).

martes, noviembre 08, 2011

Carta a un Fénix, de Fredric Brown

Hay mucho que contarles, tanto que es difícil saber por dónde empezar. Afortunadamente, he olvidado la mayor parte de las cosas que me han sucedido. Afortunadamente, la mente tiene una capacidad limitada para recordar. Sería horrible si recordara los detalles de ciento ochenta mil años, los detalles de las cuatro mil vidas enteras que he vivido desde la primera guerra atómica.

Sin embargo no he olvidado los momentos realmente importantes. Recuerdo que formé parte de la primera expedición que aterrizó en Marte y de la tercera que aterrizó en Venus. Recuerdo - creo que fue durante la tercera gran guerra - la explosión de Skora en el cielo debida a una fuerza tan superior a la fisión nuclear como una nova a nuestro sol moribundo. Yo era el segundo al mando en una astronave Clase Hiper-A durante la guerra contra los segundos invasores extragalácticos, los que establecieron bases en las lunas de Júpiter sin que nosotros advirtiéramos su presencia y casi nos expulsaron del sistema solar antes de que descubriéramos la única arma eficaz en su contra. Entonces huyeron adonde nosotros no pudiéramos seguirlos, fuera de la galaxia. Cuando lo hicimos, unos quince mil años después, habían desaparecido. Hacía unos tres mil años que estaban muertos.

Y precisamente sobre esto voy a hablarles - sobre esta poderosa raza y las demás -; pero antes, a fin de que sepan cómo sé lo que sé, les hablaré de mí mismo.

Yo no soy inmortal. En el universo sólo hay un ser inmortal; ya les hablaré de él en otro momento. En comparación con él, yo soy insignificante, pero no podrán comprender ni creer lo que les diga a menos que comprendan quién soy.

Un nombre no quiere decir nada, y me alegro de ello, porque no recuerdo el mío. Estos resulta menos extraño de lo que ustedes creen, pues ciento ochenta mil años es mucho tiempo y, por una u otra razón, he cambiado de nombre unas mil veces o más. Y ¿qué puede importar menos que el nombre que me impusieron mis padres hace ciento ochenta mil años?

No soy mutante. Me sucedió cuando tenía veintitrés años, durante la primera guerra atómica. Es decir, la primera guerra en la cual ambos bandos utilizaron armas atómicas - armas inofensivas, naturalmente, comparadas con las que se inventaron después -. Habían transcurrido menos de una docena de años tras el descubrimiento de la bomba atómica. Las primeras bombas se lanzaron en una guerra secundaria cuando yo era pequeño. La guerra terminó rápidamente, pues sólo uno de los bando las poseía.

La primera guerra atómica no fue demasiado espantosa - la primera nunca lo es -. Tuve suerte, porque, si lo hubiera sido - si hubiera puesto fin a una civilización -, yo no habría sobrevivido pese al accidente biológico que me ocurrió. Si hubiera puesto fin a una civilización, yo no habría sido mantenido con vida durante el periodo letárgico de dieciséis años que atravesé unos treinta años después. Pero otra vez me he adelantado al relato.

Creo que tenía veinte o veintiún años cuando se inició la guerra. No me reclutaron en seguida para el ejercito porque no estaba físicamente dotado. Sufría una enfermedad bastante rara de la glándula pituitaria... El síndrome de no sé quién. He olvidado el nombre. Entre otras cosas, producía obesidad. Pesaba unos veinte kilos en exceso para mi estatura y no era muy vigoroso. Fui rechazado sin dudar.

Al cabo de unos dos años mi enfermedad había progresado ligeramente, pero otras cosas habían progresado más que ligeramente. En aquella época el ejército reclutaba a todo el mundo; habrían reclutado a un ciego con un solo brazo y una sola pierna si el hombre hubiera estado dispuesto a luchar. Y yo estaba dispuesto a luchar. Había perdido a mi familia en una escaramuza, odiaba mi trabajo en una fábrica de armas, y los médicos me habían dicho que mi enfermedad era incurable y, de todos modos, sólo me quedaban uno o dos años de vida. De modo que acudí a lo que restaba del ejército, y lo que restaba del ejército me aceptó sin dudar y me envió al frente más próximo, que estaba a quince kilómetros de distancia. Estaba luchando al día siguiente de incorporarme.

Recuerdo lo suficiente para saber que yo no tuve nada que ver con ello, pero dio la casualidad de que fuera precisamente entonces cuando cambió la suerte. El otro bando carecía de bombas y pólvora y empezaba a sufrir escasez de granadas y balas. Nosotros también carecíamos de bombas y pólvora pero ellos no habían conseguido paralizar todos nuestros medios de transporte y nosotros, sí. Todavía disponíamos de aviones para transportar las bombas recién fabricadas, y también disponíamos de una cierta organización que enviaba los aviones a los lugares debidos. Cerca de los lugares debidos, habría que decir; a veces las dejábamos caer por equivocación demasiado cerca de nuestros propias tropas. Una semana después de entrar en combate me vi nuevamente alejado de él al ser alcanzado por una de nuestras bombas de menor potencia que había caído a unos dos kilómetros de distancia.

Recobré el conocimiento, unas dos semanas después, en un hospital de la retaguardia, con quemaduras de primer grado. La guerra ya había terminado, a excepción de los últimos brotes de resistencia, y sólo quedaba restaurar el orden y poner el mundo nuevamente en marcha. Como verán, no fue lo que yo llamaría una guerra exterminadora. Aniquiló - la cifra no es exacta; no recuerdo la fracción - una cuarta o una quinta parte de la población mundial. Quedaba la suficiente capacidad productiva y la gente suficiente, para seguir adelante; los siglos venideros fueron difíciles, pero no se produjo una vuelta al salvajismo, ni fue necesario empezar desde cero. En tales épocas, la gente vuelve a usar velas para iluminarse y a quemar madera en calidad de combustible, pero no porque no sepa usar la electricidad o una mina de carbón; sólo porque la confusión y las revoluciones ocasionan un desequilibrio temporal. Los conocimientos están ahí, en reserva hasta la reaparición del orden.

No es el mismo caso de una guerra de exterminio, en la que nueve décimas partes de la población de la Tierra - o de la Tierra y los demás planetas - son aniquiladas. Entonces es cuando el mundo retrocede hasta el salvajismo y la centésima generación redescubre los metales para guarnecer sus lanzas.

Pero vuelvo a divagar. Después de recobrar el conocimiento en el hospital, sufrí muchísimo. Se habían terminado los anestésicos. Yo tenía profundas quemaduras, ocasionadas por la radiación, que me hicieron sufrir casi intolerablemente durante los primeros meses hasta que, gradualmente, se curaron. No dormía - eso es lo extraño -. Y era algo aterrador, pues no comprendía lo que me había sucedió, y lo desconocido siempre es aterrador. Los médicos no me hacían demasiado caso, pues yo era uno de los millones de quemados o heridos, y me parece que no creyeron mis reiteradas declaraciones de que no podía dormir. Pensaron que había dormido un poco y que exageraba o que estaba realmente equivocado. Pero yo no había dormido nada. No puede dormir hasta mucho después de abandonar el hospital, curado. Curado, incidentalmente, de la enfermedad producida por la glándula pituitaria, y con el peso normal, y la salud perfecta.

Estuve treinta años sin dormir. Después si que dormí, durante dieciséis años. Y al término de ese periodo de cuarenta y seis años, yo aparentaba, físicamente, la edad de veintitrés.

¿Empiezan a comprender ustedes lo que sucedió, tal como yo empecé a comprenderlo entonces? La radiación - o la combinación de varios tipos de radiación - que yo había sufrido cambió radicalmente las funciones de mi glándula pituitaria. Pero también hubo otros factores implicados. Una vez estudié endocrinología, hace unos ciento cincuenta mil años, y creo que me fue muy útil. Si mis cálculos fueron correctos, lo que me sucedió fue una posibilidad entre varios billones.

Los factores de degeneración y envejecimiento no fueron eliminados, naturalmente, pero la proporción se vio reducida en unas quince mil veces. De modo que no soy inmortal. He envejecido once años en los pasados ciento ochenta milenios. Mi edad física es ahora de treinta y cuatro años.

Y, para mi, cuarenta y cinco años equivalen a un día. No duermo durante treinta años - y después duermo unos quince -. Es una suerte que mis primeros «días» no coincidieran con un periodo de completa desorganización social o salvajismo, o no habría sobrevivido a mis primeros años de sueño. Pero sobreviví, y entonces ya había aprendido un sistema y podía cuidar de mi propia supervivencia. Desde entonces he dormido unas cuatro mil veces y he sobrevivido. Quizá algún día no tenga tanta suerte. Quizá algún día, a pesar de ciertos dispositivos de seguridad, alguien descubra e interrumpa en la cueva o bóveda donde me instalo, secretamente, para un período de sueño. Pero no es probable. Dispongo de muchos años para preparar cada uno de estos lugares, más la experiencia de cuatro mil sueños a mis espaldas. Uno podría pasar mil veces por delante de ese sitio y no saber que estaba allí, ni poder entrar aunque sospechara su existencia.

No, mis posibilidades de supervivencia entre dos períodos de vida consciente son mucho mayores que mis posibilidades de supervivencia durante mis períodos de vida activa. Quizá sea un milagro que haya sobrevivido a tantas, pese a las técnicas de supervivencia que he llegado a desarrollar.

Y esas técnicas son buenas. He sobrevivido a siete guerras atómicas - y superatómicas - que han reducido la población de la Tierra a unos cuantos salvajes reunidos en torno a unas cuantas fogatas en unas cuantas zonas todavía habitables. Y en otras épocas, en otras eras, he estado en cinco galaxias aparte de la nuestra.

He tenido varios miles de esposas, pero sólo una cada vez, pues nací en una época de monogamia y la costumbre ha persistido. Y he tenido varios miles de hijos. Naturalmente, jamás he podido vivir más de treinta años con una esposa antes de verme obligado a desaparecer, pero treinta años es tiempo más que suficiente para los dos, especialmente cuando ella envejece a un ritmo normal y yo envejezco imperceptiblemente. Oh, eso ocasiona problemas, desde luego, pero siempre he podido solucionarlos. Siempre me caso, cuando me caso, con una muchacha mucho más joven que yo, para que la disparidad no llegue a ser demasiado grande. Digamos que tengo treinta años; me caso con una muchacha de dieciséis. Cuando llega el momento de dejarla, ella tiene cuarenta y seis y yo sigo teniendo treinta. Y lo mejor para ambos, para todo el mundo, es que yo no vuelva a ese lugar cuando me despierte. Si ella aún vive habrá pasado de los sesenta y no estaría bien, ni siquiera para ella, que tuviese un marido súbitamente resucitado todavía joven. Y yo la he dejado bien provista, convertida en una viuda rica, rica en dinero o lo que en esa época particular se considera riqueza. A veces fueron abalorios y puntas de flechas, a veces trigo en un granero y una vez - ha habido civilizaciones muy peculiares - escamas de pescado. Nunca tuve la menor dificultad en obtener mi parte, o más, de dinero o su equivalente. Tras una práctica de varios miles de años, la dificultad estriba en lo contrario, saber cuando detenerse a fin de no convertirse en una persona extremadamente rica y llamar la atención.

Por razones obvias, siempre lo he conseguido. Por razones que pronto conocerán, yo nunca he aspirado al poder, y tampoco - tras los primeros centenares de años - he dejado sospechar a la gente que yo era distinto. Incluso me echaba varias horas cada noche, simulando que dormía.

Pero nada de esto es importante, del mismo modo que yo tampoco lo soy. Sólo se lo he contado para que entiendan cómo sé lo que ahora voy a decirles.

Y cuando se lo haya dicho, no crean que he intentado venderles algo. Es algo que ustedes no podrían cambiar aunque quisieran, y - cuando lo comprendan - no querrán hacerlo.

No trato de influenciarles ni guiarles. En cuatro mil vidas he sido casi todo, excepto un caudillo. Lo he eludido. Oh, con bastante frecuencia he sido un dios entre los salvajes, pero la razón es que debía serlo para sobrevivir. Utilizaba los poderes que ellos creían mágicos para mantener un cierto orden, pero nunca para acaudillarles, ni para sujetarles. Si les enseñé a usar el arco y la flecha, fue porque la caza era escasa, nos moríamos de hambre, y mi supervivencia dependía de la suya. Tras comprender que el sistema era necesario, jamás lo he alterado.

Lo que ahora les diré no alterará el sistema.



Es esto: La raza humana es el único organismo inmortal del universo.

Ha habido otras razas, y hay otras razas en el universo, pero se han extinguido o se extinguirán. Una vez, hace cien mil años, las catalogamos con la ayuda de un instrumento que detectaba la presencia de pensamiento y de inteligencia, por muy extraños que fueran y por muy lejos que estuvieran, y esto nos dio una medida de esta mente y sus características. Y, cincuenta mil años después, se descubrió nuevamente ese instrumento. Había tantas razas como antes, pero sólo ocho de ellas eran las mismas que hacía cincuenta mil años antes, y cada una de esas ocho estaba muriéndose, de vejez. Habían sobrepasado la cumbre de sus poderes y estaban muriéndose.

Habían llegado al límite de su capacidad - siempre hay un límite - y no les quedaba otra alternativa que morir. La vida es dinámica; nunca puede ser estática - tanto si el nivel es alto como bajo - y sobrevivir.

Esto es lo que trato de decirles, a fin de que no vuelvan a asustarse. Sólo una raza que se destruye a sí misma y su progreso con cierta periodicidad, una raza que retrocede hasta sus inicios, es capaz e sobrevivir más de, digamos, sesenta mil años de vida inteligente.

En todo el universo sólo la raza humana ha alcanzado un alto nivel de inteligencia sin alcanzar un alto nivel de cordura. Somos únicos. Ya somos por lo menos cinco veces más viejos que cualquier otra raza que haya existido jamás, y esto se debe a que no somos sensatos. Y el hombre, a veces, ha vislumbrado el hecho de que la insensatez es divina. Pero sólo en altos niveles de cultura se da cuenta de que está colectivamente loco, de que siempre acabará destruyéndose, para surgir con más fuerza de sus propias cenizas.

El fénix, el ave que se inmola periódicamente a sí misma en una hoguera para volver a nacer y vivir otro milenio, y así sucesivamente, sólo es un mito metafóricamente hablando; existe y sólo hay una de ellas.

Ustedes son el fénix.

Nada podrá destruirles jamás, ahora que - durante muchas civilizaciones notables - su semilla ha sido esparcida en los planetas de un millar de soles, en un centenar de galaxias, para repetir eternamente el ciclo. El ciclo que comenzó hace ciento ochenta mil años, si no me equivoco.

No puedo estar seguro de ello, pues he visto que los veinte o treinta mil años que transcurren entre la caída de una civilización y el inicio de otra destruyen todos los rastros. En veinte o treinta mil años, los recuerdos se convierten en leyendas, las leyendas se convierten en supersticiones, e incluso las supersticiones se pierden. Los metales se oxidan y corroen en las profundidades de la tierra mientras el viento, la lluvia y la jungla erosionan y cubren las piedras. Los contornos de los continentes cambian, los glaciares aparecen y desaparecen, y una ciudad de veinte mil años de antigüedad está sepultada bajo muchos kilómetros de tierra o de mar.

De modo que no puedo estar seguro. Es posible que el primer estallido que yo conocí no fuera el primero; muchas civilizaciones pueden haberse levantado y caído antes de mi época. En este caso dicha posibilidad no hace más que reforzar mi afirmación de que la humanidad puede haber sobrevivido más de los ciento ochenta mil años que yo sé y puede haber sobrevivido a los seis estallidos que han tenido lugar desde lo que yo creo que fue el primer descubrimiento de la pira del fénix.

Pero - aparte de que hayamos esparcido tan bien nuestra semilla por las estrellas que ni la desaparición del sol ni su posible conversión un una nova podrían destruirnos - el pasado no importa. Lur, Candra, Tragan, Kah, Mu, Atlantis, éstas son las seis civilizaciones que he conocido, y han desparecido tan completamente como ésta desaparecerá dentro de veinte o treinta mil años, pero la raza humana, aquí o en otras galaxias, sobrevivirá y vivirá eternamente.



El hecho de saber todo esto, en este año de su era actual, contribuirá a mantener su paz de espíritu, pues su espíritu está inquieto. Quizá, yo estoy seguro, les ayude saber que la próxima guerra atómica, la que probablemente tenga lugar en su generación, no será una guerra de exterminio, llegará demasiado pronto para que lo sea, antes de que ustedes hayan inventado las armas realmente destructivas que el hombre ha inventado con tanta frecuencia en el pasado. Les hará retroceder, es verdad. Durante uno o más siglos sólo habrá oscuridad. Después, con el recuerdo de lo que ustedes llamarán la Tercera Guerra Mundial como advertencia, el hombre pensará - como siempre lo ha hecho después de una benigna guerra atómica. que ha conquistado su propia locura.

Durante cierto tiempo - si el ciclo se repite -, la tendrá a raya. llegará nuevamente a las estrellas, y ya las encontrará colonizadas. Sí, ustedes volverán a Marte dentro de quinientos años, y yo también iré, para ver nuevamente los canales que en otra ocasión ayudé a construir. Hace ochenta mil años que no he estado allí y me gustaría ver lo que el tiempo les ha hecho, a los canales y a aquellos de nosotros que se quedaron incomunicados la última vez que la humanidad perdió el vuelo espacial. Naturalmente, ellos también han seguido un ciclo, pero la proporción no tiene por que ser constante. Podemos encontrarles en cualquier etapa del ciclo que no sea la superior. Si estuvieran en el punto cumbre del ciclo, no tendríamos que ir a ellos; ellos vendrían a nosotros. Pensando, naturalmente, como piensan ahora, que son marcianos.

Me pregunto que grado de desarrollo alcanzarán ustedes esta vez. Confío en que no sea tan elevado como el de los trhagán. Confío en que jamás vuelva a descubrirse el arma que los trhagán utilizaron contra su colonia de Skora, que entonces era el quinto planeta hasta que los trhagán lo convirtieron en multitud de asteroides. Claro que esa arma sólo se inventará muchos años después de que los viajes intergalácticos vuelvan a convertirse en algo común. Si lo veo venir saldré de la galaxia, pero no me gustaría tener que hacerlo. Me gusta la Tierra y me gustaría pasar aquí el resto de mi vida mortal, si es que ella dura tanto.

Posiblemente no sea así, pero la raza humana sí que durará. En todas parte, y para siempre, porque nunca será cuerda y sólo la locura es divina. Sólo los locos se destruyen a sí mismos y todo lo que han forjado.

Y sólo el fénix vive eternamente.




FIN

miércoles, enero 12, 2011

Es Gestarescala de Phillip K. Dick

El hombre del cubículo contiguo al suyo le gritó un saludo: —Salud y larga vida al Presidente.— Rutina, nada más.

—Sí —, musitó Joe. Otros cubículos, muchos de ellos, unos sobre los otros. “¿Cuántos habrá en el edificio?”, pensó de repente.

“¿Mil? ¿Dos mil, o dos mil quinientos? Ya sé lo que puedo hacer hoy”, se dijo; “puedo investigar y averiguar cuántos cubículos hay además del mío. De ese modo sabré cuánta gente hay en el edificio..., sin contar, claro está, a los ausentes por enfermedad y a los que han muerto”.

Pero, primero, un cigarrillo. Sacó un paquete de cigarrillos de tabaco —algo completamente ilegal, por el daño que causaba a la salud y la naturaleza adictiva de la planta en sí— y se dispuso a encender uno.

Como siempre ocurría al hacer eso, su mirada se posó sobre el detector de humo puesto en la pared frente a él. Cada bocanada, una multa de diez vales, se dijo. Volvió a colocar los cigarrillos en su bolsillo, se frotó la frente con energía, tratando de vislumbrar el deseo enquistado en el fondo de su ser, el ansia que le había llevado a infringir ya varias veces esa reglamentación. ¿Qué es lo que realmente añoro?, se preguntó. La gratificación oral es un mero sustituto. Llegó a la conclusión de que era algo enorme; sintió un hambre primitiva que abría sus grandes fauces, como si fuera a devorar todo lo que le rodeaba. Trasladar el mundo de su alrededor a su universo interno.

Así era como jugaba. Esa sensación había creado, para él, el Juego.

Oprimiendo el botón rojo, levantó el auricular y esperó a que el lento y chirriante conmutador le proporcionase una línea exterior para su videófono.

—Scuac —protestó el videófono. En la pantalla se veían colores y trazos abstractos; la interferencia electrónica era apenas visible.

Marcó de memoria. Doce números, comenzando con el tres de Moscú.

—De parte de las oficinas del Vicecomisionado Saxton Gordon —dijo al operador ruso que le miraba con enojo desde la pantalla.

—Más juegos, me supongo —contestó el operador.

—No sólo por medio de harina de plancton puede mantener sus procesos metabólicos el bípedo humanoide —dijo Joe

Después de mirarle con desaprobación, el operador le comunicó con Gauk. Se encontró frente a la cara delgada y aburrida del pequeño funcionario soviético. El aburrimiento se transformó de inmediato en interés.

—A preslavni vityaz —entonó Gauk—. Dostoini konovod tolpi byezmozgloi, prestóopnaya.

—Bueno, no me eches un discurso —dijo Joe. Se sentía impaciente y malhumorado, pero eso era común por la mañana.

—Prostitye —se disculpó Gauk.

—¿Tienes un título para mí? —preguntó Joe mientras preparaba su lapicero.
—La computadora de Tokio ha estado ocupada toda la mañana —respondió Gauk—. Así que lo hice a través de la otra más pequeña de Kobe. En algunas cosas Kobe es… ¿cómo se podría decir? más pintoresca que Tokio —se detuvo a consultar un pedazo de papel. Su oficina, como la de Joe, era un cubículo con un escritorio, un videófono, una silla recta hecha de plástico y un anotador— ¿Listo?

—Listo —Joe hizo un garabato con su lapicero.

Gauk carraspeó y leyó de su trozo de papel. Su expresión era sonriente y satisfecha; parecía seguro de sí mismo.

—Éste tuvo su origen en tu idioma —explicó, haciendo honor a una de las reglas que habían sancionado todos juntos, miembros de una logia desparramada sobre la faz de la Tierra, en sus pequeñas oficinas y miserables puestecitos; sin nada para hacer, sin tareas ni preocupaciones ni problemas difíciles. Sin nada, salvo el vacío indiferente de su sociedad, contra el cual cada uno de ellos protestaba a su manera, y al cual todos eludían, en conjunto, a través del Juego—. Título de libro —continuó Gauk—. Es la única pista que te puedo dar.

—¿Es conocido? —preguntó Joe

Sin prestar atención a su pregunta, Gauk leyó el papelito.

—Un ferrocarril callejero donde hay fuego de catedral.

—¿Amor? —preguntó Joe

—No. Ardor.

—Ferrocarril —dijo Joe pensando—. Ferrocarril callejero. ¿Pero qué significa 'fuego'? —garabateó con el lapicero, confundido.

—¿Y esto es lo que te dio la computadora de traducción de Kobe? 'Fuego' es 'llama’ —decidió—. Catedral. ¿'Iglesia'? ¿'Santuario'? ¿De santuario? No. 'Seo'. ¡Eso era! 'Sede religiosa'. De seo —lo anotó. Llama. Deseo. Y 'ferrocarril callejero' ¿sería tranvía? Claro. 'Dónde', el antiguo 'do`. Ya lo tenía—. Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams. Tiró el lápiz sobre el escritorio en señal de triunfo.

—Diez puntos para ti —dijo Gauk—. Esto te pone al mismo nivel que Hirshmeyer en Berlín y un poco más adelante que Smith en Nueva. York. ¿Quieres intentar otro?

—Yo tengo uno —dijo Joe. Extrajo una hoja de papel doblada de su bolsillo, lo extendió sobre la mesa y leyó—: Casamientos de santo sindicato sin posesión.

Miró a Gauk con la sensación de tener algo bueno. Lo había conseguido de la computadora de traducción más grande, en el centro de Tokio.

—Es fácil —dijo Gauk sin esforzarse—. Sindicato sin posesión, 'gremio' sin 'mío'. Bodas de sangre. Diez puntos para mí —los anotó.

—La biografía es fantasía —dijo Joe con cierto enojo.

—La tienes tomada con los españoles, hoy, ¿eh? Ese es de Olla de la Nave —dijo Gauk con una sonrisa amplia—. La vida es sueño.

—¿Olla de la Nave? —repitió Joe pensativo.

—Calderón de la Barca.

—Me rindo —dijo Joe.

Se sentía cansado; como siempre, Gauk le llevaba kilómetros en este juego de retraducir las traducciones de las computadoras de vuelta a su idioma original.

—¿Quieres probar uno más?

Dijo Gauk suavemente, su cara sin expresión.

—Uno más —decidió Joe.

—La mitad repetida frena a los que hacen miel de los dolores abdominales.

—Dios mío —dijo Joe, profundamente consternado. No sonaba a nada. `Dolores abdominales'. 'Cólicos', quizá. Melan-cólicos. Pensó rápidamente. La mitad repetida frena. Frena; ¿para? Pero la mitad repetida. No le veía solución. Durante unos instantes meditó en silencio—. No— dijo al final—. No lo puedo adivinar. Me rindo.

—¿Tan pronto? —preguntó Gauk, levantando una ceja.

—Bueno, no vale la pena quedarse sentado aquí el resto del día tratando de adivinarla.

—Re-medio —dijo Gauk.

Joe gimió.

—¿Gimes? —dijo Gauk— ¿Porque le erraste a una que tendrías que haber acertado? ¿Estás cansado, Fernwright? ¿Te cansa estar sentado en tu rinconcito, sin nada para hacer, hora tras hora, como todos? ¿Prefieres quedarte solo en silencio y no conversar con nosotros? ¿Dejarte llevar?

Gauk parecía estar seriamente preocupado, su cara se había oscurecido.

—Lo que pasa es que era fácil —dijo Joe a modo de excusa. Pero podía ver que su colega moscovita estaba lejos de creerle—. Y bueno —prosiguió—, estoy deprimido. No puedo aguantar más. ¿Sabes lo que quiero decir? Sí, lo sabes —esperó. Pasó un momento sin imagen, durante el cual ninguno de los dos habló—. Voy a colgar —dijo Joe, y empezó a hacerlo.

—Espera —dijo Gauk rápidamente—. La última.

—No —dijo Joe.

Colgó, y se quedó mirando al vacío. En la hoja de papel extendida delante de él tenía unas cuantas más; pero se terminó, se dijo con amargura. Se había disipado la energía, la capacidad para dilapidar toda una existencia sin un trabajo digno de ser llamado tal, reemplazándolo por el ejercicio de lo trivial; más aún, el ejercicio voluntario, como en el caso del Juego. Contacto humano, pensó; a través del Juego el cascarón de nuestro aislamiento se raja y quiebra. Nos asomamos, pero ¿qué es lo que vemos, en realidad? Reflejos de nosotros mismos, nuestros rostros pálidos y demacrados, dedicados a no hacer nada en particular. La muerte está muy cerca, pensó. Cuando uno piensa en todo esto, la puede sentir ahí al lado. ¡Qué cerca está!, pensó. Nadie me está matando; no tengo enemigos ni antagonistas. Es como el vencimiento de la suscripción a una revista: caduca un poco cada mes. Lo que me pasa, pensó, es que estoy demasiado vacío como para seguir participando. No me importa si ellos —los que siguen con el Juego— me necesitan, necesitan mi contribución rancia y gastada.

Y, sin embargo, mientras miraba su trozo de papel ciegamente, sintió que algo ocurría dentro de él: una especie de oscura fotosíntesis. Una concentración de las fuerzas que le quedaban; una operación instintiva. Abandonado a su suerte, su cuerpo funcionando sin orientación imponía su propio esfuerzo biológico en forma concreta. Comenzó a anotar otro título.

Marcó una comunicación vía satélite con Japón; luego dio los números de la computadora de traducción de Tokio. Con una rapidez nacida de larga práctica consiguió una línea directa con la enorme y ruidosa maquinaria, evitando al ejército de empleados que la atendían.

—Transmisión oral —le informó.

La pesada GX9 pasó de recepción visual a oral.

—El vino del estío —dijo Joe. Encendió el grabador de su videófono.

La computadora contestó de inmediato, dándole la equivalencia en japonés.

—Gracias y fuera —dijo Joe, colgando. En seguida llamó a la computadora de traducción de Washington, D.C. Rebobinó la cinta del grabador de su videófono, y reprodujo las palabras japonesas —nuevamente en forma oral— para la computadora, que traduciría la frase japonesa a su idioma.

—El era oriundo del hermano del padre.

—¿Qué? —dijo Joe, riéndose—. Repita, por favor.

—El era oriundo del hermano del padre —dijo la computadora con la paciencia y nobleza de los seres superiores.

—¿Esa es la traducción exacta? —preguntó Joe.

—El era oriundo…

—Está bien, corte —dijo Joe. Colgó y se sonrió unos instantes; volvió a sentir que la energía corría por su cuerpo, despertada por ese humor humano que lo llenaba de vigor. Vaciló un instante, pensando, y luego decidió marcar el número del bueno de Smith en Nueva York.

—Oficina de Abastecimiento y Suministros, Sección Siete —dijo Smith, y su cara perruna, acosada por el aburrimiento, apareció en la pequeña pantalla gris—. Hola, Fernwright. ¿Tiene algo para mí?

—Una fácil —dijo Joe—: Él era oriundo…

—Espere que haya escuchado la mía —le interrumpió Smith—. Déjeme a mí primero. Vamos, Joe, ésta es fantástica. No la va a sacar nunca. Escuche —leyó rápidamente, tropezándose con las palabras—: El caballero anterior afirma te entreguen. Por 'Primero que te diviertas' .

—No —dijo Joe.

—No, ¿qué? —Smith le miró frunciendo el ceño—. Ni siquiera lo ha intentado; se quedó ahí sentado. Le doy tiempo. Las reglas estipulan cinco minutos; son suyos.

—Me retiro —dijo Joe.

—¿De qué? ¿Del Juego? ¡Pero si tiene una puntuación excelente!

—Me retiro de mi profesión —dijo Joe—. Voy a abandonar este lugar de trabajo y cancelar mi videófono. No estaré aquí, así que no podré jugar —respiró hondo y prosiguió—. Tengo sesenta y cinco monedas de cuarto de dólar ahorradas. De antes de la guerra. Me llevó dos años.

—¿Monedas? —Smith lo miró boquiabierto— ¿Dinero de metal?

—Están en una bolsita de amianto debajo del calefactor en mi habitación —dijo Joe. Haré la consulta hoy, se dijo—. Hay una cabina a la vuelta de mi edificio —le dijo a Smith. Espero tener suficientes monedas, pensó. Dicen que Don Empleo da tan poco -o para expresarlo de otro modo- cobra tanto... Pero sesenta y cinco monedas es bastante. Equivalen a... Tenía que calcularlo en su anotador—. Diez millones de dólares en vales —informó a Smith—. De acuerdo con el cambio oficial de hoy, que salió en el diario de la mañana.

Después de una pausa eterna, Smith habló con lentitud.

—Ya veo. Bueno, espero que tenga suerte. Conseguirá que le diga veinte palabras por lo que tiene ahorrado. Quizá dos frases. 'Vaya a Boston. Pregunte por' y luego se cortará; se cerrará herméticamente. El depósito de monedas hará un ruido, y sus monedas estarán allí abajo, en una red de viaductos, impulsadas por presión hidráulica hasta la central de Don Empleo en Oslo —se frotó debajo de la nariz, como para eliminar cualquier vestigio de humedad—. Le envidio, Fernwright. Quizá dos frases sean suficientes. Yo lo consulté una vez. Le entregué cincuenta monedas. 'Vaya a Boston', me dijo. 'Pregunte por'. Y luego cortó. Me pareció que se divertía, que le gustaba cortar la comunicación en el momento justo, como si mis monedas lo hubieran incitado al placer, a esa clase de placer que podría satisfacer a un ente mecánico. Pero no deje que lo desanime.

—Claro que no —replicó Joe estoicamente.

—Cuando haya consumido todas sus monedas… —prosiguió Smith, pero Joe lo interrumpió con una voz llena de aspereza:

—Al grano.

—Ningún ruego.

—Está bien.

Hubo una pausa. Los dos hombres se miraron.

—Ningún ruego —dijo Smith al fin—, ninguna argucia posible hará que esa condenada máquina le diga una sola palabra más.

—Mmm —dijo Joe.

Trató de aparentar indiferencia, pero las palabras de Smith habían surtido efecto. Sintió que su entusiasmo se enfriaba. Los vientos fríos y huracanados del miedo soplaban en su alma. Miedo de terminar con las manos vacías. Una frase truncada de Don Empleo, y entonces, como decía Smith, el fin. Don Empleo era la imagen antediluviana del hierro mudo cuando se apagaba. La quintaesencia del rechazo. Si existe una sordera sobrenatural, pensó, es la de Don Empleo cuando a uno se le acabaron las monedas.

—¿Puedo darle otra que conseguí de la traductora de Namangan?' —dijo Smith—. Es cortita. Escuche —sus dedos alargados recorrieron apresuradamente la lista que tenia ante él—: Cacería Alba, película famosa del año.

—Casablanca —dijo Joe sin expresión.

—¡Sí! Dio en el blanco, Fernwright, ¡justo en el centro, con bandera y todo! ¿Quiere otra? ¡No corte! ¡Tengo una realmente buena aquí!

—Désela a Hirshmeyer en Berlín —dijo Joe y colgó.

Me estoy muriendo, se dijo.