Luego los invitó a que se aco- modaran en una corona de once cojines que había hecho disponer a cinco pasos del trono, hizo que les ofrecieran burq con ciertas rosquillas dulces con un sabor algo rancio y dijo que estaba ansioso de saber por su boca, ellos que habían visitado el fabuloso Occidente, si de verdad existían acullá todas las maravillas de las que había leído en tantos y tantos libros que había tenido entre manos. Preguntó si realmente existía una tierra llamada Enotria, donde crece el árbol de donde mana la bebida que Jesús transformó en su propia sangre. Si de verdad acullá el pan no estaba aplastado y no tenía un grosor de medio dedo, sino que se inflaba milagrosamente cada mañana al canto del gallo, en forma de fruto blando y muelle bajo una corteza dorada. Si era verdad que acullá se veían iglesias construidas fuera de la roca; si el palacio del gran Preste de Roma tenía techos y vigas de madera perfumada de la legendaria ínsula de Chipre. Si ese palacio tenía puertas de piedra azul mezcladas con cuernos de la serpiente ceraste que impiden a quien pasa que introduzca veneno, y ventanas de una piedra tal que la luz pasaba a través de ella. Si en aquella misma ciudad había una gran construcción circular donde ahora los cristianos se comían a los leones y en cuya bóveda aparecían dos imitaciones perfectas del sol y la luna, del tamaño que efectivamente tienen, que recorrían su arco celeste, entre pájaros hechos por manos humanas que cantaban melodías dulcísimas. Si bajo el suelo, también él de piedra transparente, nadaban peces de piedra de las amazonas que se movían solos. Si era verdad que se llegaba a la construcción por una escalera donde, en la base de un determinado escalón había un agujero desde donde se veía pasar todo lo que sucede en el universo, todos los monstruos de las profundidades marinas, el alba y la tarde, las muchedumbres que viven en la Última Thule, una telaraña de hilos del color de la luna en el centro de una negra pirámide, los copos de una sustancia blanca y fría que caen del cielo sobre el África Tórrida en el mes de agosto, todos los desiertos de este universo, cada letra de cada hoja de cada libro, ponientes sobre el Sambatyón que parecían reflejar el color de una rosa, el tabernáculo del mundo entre dos placas relucientes que lo multiplican sin fin, extensiones de agua como lagos sin orillas, toros, tempestades, todas las hormigas que hay en la tierra, una esfera que reproduce el movimiento de las estrellas, el secreto latir del propio corazón y de las propias vísceras, y el rostro de cada uno de nosotros cuando nos transfigure la muerte...
-¿Pero quién les cuenta estas patrañas a esta gente? -se preguntaba escandalizado el Poeta, mientras Baudolino intentaba contestar con prudencia, diciendo que las maravillas del lejano Occidente eran sin duda muchas, aunque a veces la fama, que trasvuela agigantando valles y montañas, ama amplificarlas.
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